miércoles, 7 de noviembre de 2012

PREVENCIÓN DE LA "DROGADICCIÓN" II

Continuando con el aporte de Luis Carlos Restrepo, ahora vamos a enfocar lo referente a los objetivos de la prevención, en esta segunda parte.


PRIMER OBJETIVO DEL TRABAJO PREVENTIVO

El ser humano es producto de múltiples aprendizajes culturales, emocionales y comunicativos, cuya modificación se convierte en objeto de intervención y unidad operativa de la dinámica preventiva.

Para lograr este cambio de actitudes en la población es necesario racionalizar los recursos institucionales y comunitarios, interviniendo simultáneamente en varios planos:

a) Incidiendo en los medios de comunicación para favorecer una adecuada representación del conflicto;
b) Generando estrategias cogestivas entre instituciones y comunidades para mejorar los contextos interpersonales y culturales relacionados con los patrones de convivencia;
c) Educando a las personas en el ejercicio de la libertad, para que puedan enfrentar con información y dignidad las presiones del mercado y las angustias consumistas;
d) Reforzando factores culturales capaces de frenar la tendencia consumista en general y el consumo de S.P.A. en particular;
e) Adelantando acciones que favorezcan los mecanismos de soporte social y la dinámica comunicativa dentro de las redes afectivas.

COMUNICACIÓN Y CRISIS DE VALORES

No basta con que el experto logre una cabal representación del problema a intervenir, ni tampoco que detecte los factores de riesgo que amenazan a la comunidad o los factores protectores que la favorecen. Sabemos que para cambiar una actitud no es suficiente recibir la información pertinente. La información recibida de manera pasiva , oyendo al técnico o al salubrista, escuchando la radio o la televisión, no logra integrarse a dinámicas de cambio.

El caso de los fumadores que saben del daño que puede producirles su hábito, pero que son incapaces de dejarlo, es demostrativo al respecto. Es necesario que los individuos asimilen la información, tomando la decisión de tomar el anhelado cambio de comportamiento. Y esto solo sucede cuando el ciudadano o el grupo participan de manera activa en la construcción del conocimiento. Es decir, cuando logran integrar la información técnica a sus necesidades más sentidas, asimilando los conocimientos a sus creencias y valores.

No por casualidad una de las grandes dificultades que presentan los modelos de prevención tiene que ver con la definición del procedimiento capaz de promover el cambio de actitudes. El asunto de los "estilos de vida" y su modificación es un cuello de botella para la acción de los salubristas, problema que se complica aún más si asumimos que la ética de las democracias liberales impide diseñar cambios comportamentales que se impongan a la comunidad sin su consentimiento. Esto sería propio de los regímenes dictatoriales, pero no de una sociedad comprometida con el respeto a la capacidad de elección de sus ciudadanos, quienes deben dar su asentimiento. De allí la necesidad de inscribirnos de manera respetuosa en el contexto cultural para definir con las comunidades los aprendizajes sociales que es necesario modificar, concertando con ellas los contenidos y las metodologías pertinentes.

Es por eso que un segundo objetivo del trabajo preventivo, puede ser conceptualizado de la siguiente manera:

Definición cogestiva de los aprendizajes sociales a modificar, teniendo en cuenta los recursos institucionales y comunitarios pertinentes.


Una vez definido el aprendizaje a modificar es preciso definir la intervención en dos planos paralelos:

a) Generando un consenso sobre la pertinencia y la necesidad del cambio a través de los medios de comunicación;
b) Reforzando en la interacción cotidiana la educación para la libertad, pues la estructura democrática de nuestra sociedad obliga a pasar siempre por el consentimiento y la elección a fin de realizar un cambio de comportamiento.

Como estos aprendizajes se ubican en el terreno de la cotidianidad, a la manera de valores compartidos, es el caso del refuerzo festivo al consumo de alcohol, o como estrategias de relación y comunicación, tal como sucede con el predominio de los diálogos funcionales sobre los diálogos lúdicos, las políticas preventivas sólo pueden tener éxito si las entendemos como un proyecto para incrementar la participación de la comunidad, máxime cuando se tratan de asuntos que afectan de manera sustancial la vida de los ciudadanos.

Participación no debe confundirse con un consenso apresurado que nos reduzca a consignas vacías, como por ejemplo, que es malo consumir drogas, sin propiciar el replanteamiento de los comportamientos contrafóficos que acallan el conflicto al invitarnos a cerrar filas en torno a la moralidad vigente. Suele ser tan dañino bloquear la representación del conflicto como percibirlo de manera culposa, bajo la tutoría de algún mandamiento que censura su emergencia, ya que en ambos casos el resultado es la paralización de la acción transformadora.

Bajo ninguna manera la representación del conflicto debe quedar opacada por consignas moralistas, pues atrapados en el deber ser y en la afirmación de los ideales comunitarios podemos terminar expulsando de entrada lo malo, logrando la unanimidad por la vía de excluir el problema. De allí la manera de no confundir la práctica preventiva con un simple trabajo pastoral de afianzamiento de valores, que podría reproducir bloqueos semánticos que opacan la adecuada representación del conflicto. Asunto delicado, pues a la vez que ganamos consenso para defender el horizonte del bien podríamos perpetuar la impotencia e incrementar la vulneravilidad, al tornar imposible la representación del problema que se quiere resolver.

Sin desconocer la importancia de una afirmación ritual de valores y compromisos comunitarios, debemos atender de manera simultánea a la calidad de las representaciones colectivas que entran en juego para la representación del conflicto, única manera de lograr que las personas puedan acceder  a una situación de potencia, creándose condiciones para convertir la amenaza en oportunidad. Lo importante no es gritar a coro que estamos unidos para erradicar el problema, sino estar dispuestos a aprender de él, aprovechando su emergencia para reorientar nuestras condiciones de vida y desarrollo. 

Debemos estar atentos para no reproducir el activismo propio de algunos ciudadanos interesados en la prevención, que esconden con su militancia una actitud de negación frente a sus conflictos personales, o un intento no muy sano de reparar en el ámbito social problemas que no han podido solucionar en la esfera familiar. Se trata en estos casos de individuos que se muestran verbalmente solidarios con la condena a las drogas, pero que reproducen en su vida cotidiana diálogos funcionales, chantajes afectivos y otros hábitos que perpetúan las prácticas compulsivas. Como son incapaces de reconocer la escisión, o de aceptar errores que aparecen ante su conciencia como algo impensable y doloroso, cargan con la condena de la repetición y el fracaso.

Les pasa los mismo a los adictos, que al iniciar una terapia de rehabilitación o verse enfrentados a la presión colectiva hacen un firme propósito de enmienda, convenciendo a familiares y amigos de lo definitivo y terminante de su actitud. Propósito que muy pronto se convierte en palabras arrastradas por el viento, incumpliendo la promesa mientras se esfuerzan por mantener oculta su reincidencia en el problema. Pasando por alto la opinión de quienes consideran a estos drogodependientes  como mentirosos consuetidinarios, de quienes se debe desconfiar y someter a un minuciosos control por parte de terapéutas y familiares, encontramos, en las raíces de este comportamiento una situación mucho más paradójica y contradictoria de lo que a simple vista se puede observar.

Al hacer un propósito de enmienda y declararse solidario con los valores de sus mayores, el adicto no está mintiendo de manera deliberada ni asumiendo una actitud farsante. En ese momento él mismo siente como beneficioso y saludable integrarse a los valores tradicionales, avalados por la autoridad y la costumbre, sintiendo gran alivio al creer que por fin logra encausar su vida por el sendero del bien. Encuentra además beneficiosa su decisión porque ella significa ser aceptado y amado por los demás, lo que viene a colmar su intensa necesidad de dependencia afectiva. Asume sin embargo esta postura sin un respaldo sentimental, pues el precepto moral no es reforzado por la satisfacción de los sentidos. De allí que la sensibilidad despertada con el consumo de S.P.A. termine derrotando a la normatividad vacía, que pronto es vencida de nuevo por la dinámica de la compulsión.

Al sentir que puede ser rechazado de nuevo a causa de su fracaso, el adicto asume la característica disociación, por lo que pretende, para mantener el cariño y reconocimiento de los otros, hacerles creer que sigue siendo solidario con lo que se propuso, que continúa respetando las normas y los valores que lo integran a la comunidad, cuando en realidad, en la práctica, atenta contra ella y las destruye. Su adhesión al código valorativo es apenas una adhesión formal, externa, repitiendo las normas como si lo hiciera a través de un casete puesto en una grabadora, sin conferirles suficiente respaldo afectivo.

Atraído por el respaldo afectivo que le ofrece el grupo de pares, el adicto puede terminar refugiándose de nuevo en él, buscando con este contacto una alianza de tipo emocional que le permita compartir un deseo que interfiere con las normas imperantes. De esta manera el consumidor de S.P.A. puede terminar asumiendo la mística de los perseguidos, adoptando formas simbólicas que le proporcionan cohesión y sentimiento de pertenencia, con vestuario, gestos y jergas que los separa de otros grupos u asociaciones. Al ahondarse la separación entre la frialdad de la Ley y la calidez del grupo con el que se vila la norma, para muchos consumidores de S.P.A. esta fase pasajera de sus vidas puede convertirse en vivencia permanente, situación aceptada por una política excluyente y represiva que dificulta la superación de la experiencia condenando al usuario de drogas a la miseria social y sanitaria generadas por la ilegalidad.

Como los problemas que nos interesa modificar desde una práctica preventiva están casi siempre relacionados con la ruptura existente entre la enunciación normativa y el soporte afectivo necesario para que el valor se convierta en regla de vida respetada de manera cotidiana, el asunto que con más detalle requiere de nuestra atención es la forma como se chocan o articulan la norma y la singularidad, consistiendo nuestra tarea en ayudar para que de este centro no quede por un lado la normatividad vacía y por el otro una singularidad anhelante de vida que asume como destino trágico estrellarse contra el mundo que la niega. Pues cuando el joven no encuentra recurso diferente a destruir la norma para expresar la singularidad, corre el riesgo de destruirse a sí mismo, sin lograr encontrar caminos alternos y creativos para su expresión.

Recordando que los valores funcionan como paradigmas culturales que permiten dar sentido a la acción, predisponiéndonos a una práxis comunitaria, es bueno constatar que del adicto no radica en la "pérdida de valores", sino que los valores que porta no cumplen la función de encausar su acción social, presentándose una disociación entre el código normativo y su aplicación a la práxis cotidiana. Fenómeno relacionado con el propio aprendizaje de las normas, recibidas de los adultos que se las inculcaron a través del chantaje afectivo o se las transmitieron como un conjunto de reglas por cumplir, sin darles el soporte vivencial requerido para que pueda convertirse en brújula que orienta la acción cotidiana.

Es por eso que al abordar la crisis de valores se impone buscar una síntesis entre lo que se enuncia de manera conceptual y la vivencia emocional que da soporte a las palabras, evitando caer en la contradicción de enseñar valores que promuevan el amor mientras perpetuamos procedimientos violentos,  o la incongruencia de defender métodos educativos que alaban la libertad, pero permanecen anclados en el chantaje y el temor. Más que reiterar normas vacías es preciso mostrar el gran componente afectivo y emocional que encarna la valoración y sus funciones más inmediatas, cuales son dar sentido a la acción y permitir nuestra integración a la comunidad. De esta manera nos separamos de un abordaje autoritario del problema, dejando atrás los silogismos de la ética argumental para zambullirnos en los territorios pasionales de una ética emocionada.

Debemos recordar que la sola razón no basta para inculcar un valor, siendo mucho más importante el soporte afectivo que se le proporciona. Toda moral basada en la razón exhibe una fragilidad innata, que ni siquiera se puede disimular tras la edificación intemporal y abstracta de la argumentación, pues el cumplimiento del deber o su transgresión están referidos en últimas como reconoce el mismo Kant, a un placer o desagrado, a un "sentimiento moral" que instituye a la sensibilidad como frontera de la razón, como límite a la vez necesario y amenazante. Nuestros grandes problemas no se derivan de la mayor o menor competencia argumental, sino de impartir las normas de manera disociada, negando con nuestros gestos lo que proclamamos con las palabras.

La crisis de valores no puede convertirse en un comodín para nuevas cantaletas que fomentan la brecha generacional y la ausencia de diálogo entre adultos y jóvenes. Idealizar modelos de vida tradicionales o reinstaurar discursos autoritarios, son actitudes que alejan la posibilidad de conceptualizar la crisis de valores de una manera dinámica y creativa. Siguiendo una lógica sensorial que le permite la exploración de los extremos para encontrar por oscilación el justo medio, tal como se mueve el péndulo, podemos superar también la circunstancia histórica que condena la vivencia embriagada a ser un simple reforzador de nuestra miseria afectiva. Pues la crisis de valores tiene en común con la crisis de la drogadicción que en ambos casos se presenta  una disociación extrema entre la norma y la singularidad, entre una Ley fría y un individuo que se resiste a sacrificar su sensorialidad en beneficio de un pacto social que lo asfixia y aplasta.

Aceptando que en el mundo contemporáneo la vivencia de la elección suela darse en gran medida a través de la escogencia de consumos y productos en el mercado, podemos abrirnos a una acción cogestionaria que permita cultivar afectos y umbrales sensoriales proclives a la plena expresión de las singularidades. Dejando atrás la lógica del sentido común que contrapone muerte a droga, consideramos pertinente construir nuevos mensajes que contextualicen patrones de consumo y permitan al ciudadano representarse el conflicto, para proceder a realizar su elección. La amenaza de una muerte prematura, de daños orgánicos severos o de una vida arruinada o miserable, poco sirven para que los adictos olviden sus deseos, pues en contra de la concepción ingenua de algunos comunicadores, el compulsivo toma la droga no tanto porque desconozca sus efectos, sino, por el contrario, porque busca exponerse de manera repetida a sus peligros, para afirmar la soberanía de su yo en la incuestionable de empresa de resistir al trance embriagado sin sucumbir en el intento.



El comportamiento contrafóbico del adicto y de otros consumidores compulsivos no puede ser modificado recurriendo a una simple técnica conductual, que define con claridad la actitud indeseable para después extirparla del tejido social. Pues tanto el aprendizaje como el deseo humanos son hechos paradojales y ambiguos, que se resisten al manejo de la lógica positivista. Es por eso que entre más esfuerzos realizamos por aplastar la conducta indeseable, más rápido la intención se devuelve en contragolpe, convertida en bumerán que refuerza aquellos que queríamos silenciar.

Si en la sociedad democrática la modificación de los aprendizajes sociales debe ser concertada y cogestionada, pasando por el consentimiento y la elección, a fin de realizar los cambios de comportamiento, no deben asustarnos los amplios rangos de incertidumbre que genera el ejercicio de la libertad, pues su adecuado manejo nos permite cultivar con mayor certeza las prácticas propias de una sociedad abierta. Para eso, por su puesto, es necesario pasar de la consigna a la información y de ésta a la reflexión, con un mayor respeto a nuestros interlocutores, que necesitan no tanto historias que los aterroricen como elementos de juicio que les permitan ejercitar con dignidad su libertad.

Pues si mentimos a los ciudadanos sobre la realidad de la situación, en vez de favorecer el proceso de prevención los estamos tornando más frágiles y vulnerables, como acontece con los padres que dicen no saber de que manera su hijo quedó aprisionado en el círculo vicioso de las drogas, si ellos hicieran todo lo necesario para educarlo correctamente. Pero no se dan cuenta que en vez de educarlo para la libertad, lo educaron mediante el chantaje afectivo. Y cuando se manipula al otro, decidiendo de antemano lo que es el bien e imponiéndoselo por la fuerza, estamos sembrando la semilla de un futuro drogadicto.

Para la reflexión
QUE TU VISIÓN NO SEA MI CEGUERA











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